Sombreros de ala ancha, chompas de hilo, polleras que cubren hasta poco más abajo de las rodillas dejando ver pantorrillas cubiertas con buzos de lana, y zapatos planos o chinelas. Es el atuendo utilizado por un grupo de mujeres para trabajar con tenazas, palas y otras herramientas, levantar pesados fierros que sostendrán una casa o cubrir una pared con cerámica. No llevan ropa de trabajo propiamente dicha, sino las prendas más desgastadas de su armario.
Solo algunas se colocan encima un mandil a cuadros. Son albañilas de las cooperativas Warmi Sartawi y Horneras que trabajan en Achumani, una de las OTB (Organizaciones Territoriales de Base) del Distrito 9 de Cochabamba ubicado en el sur de la ciudad.
Ni ellas mismas se creían capaces de desempeñar este oficio atribuido socialmente a los hombres. Y lo mismo les sucedía a sus compañeras de Plan 700, una zona del Distrito 8. Allí, varias mujeres de la cooperativa Ñawpajaman están ampliando la vivienda de una de sus compañeras y vecinas, Lidia Torres, y de su esposo, Luis Torrico. Han levantado un muro contra la pared de tierra que hay en la parte posterior de lo que serán las nuevas dependencias de la casa y cuatro pilares de hormigón armado. Hay un pequeño andamio, restos de una ch’alla y tablones de madera esparcidos por el suelo. A diferencia de las albañilas de Achumani, aquí, además de pollera, hay mujeres que prefieren llevar pantalones para realizar este trabajo. La mayoría usa sandalias. A veces, las cambian por unas botas, un calzado más robusto que evita que se les incrusten clavos.
Hace dos años que Marta Gómez, una de las obreras, empezó a formarse como albañila para ser parte de Ñawpajaman, una de las Cooperativas de Servicios en Mejoramiento y Construcción Habitacional. Se trata de uno de los proyectos de la institución cochabambina sin fines de lucro Procasha (Fundación de Promoción Para el Cambio Social Habitacional). El objetivo de este plan es mejorar la calidad de vida de familias con bajos ingresos. Y, para ello, una psicóloga amiga de la directora ejecutiva de la fundación, Graciela Landaeta, pensó en formar a las madres de zonas deprimidas para que arreglaran y mejoraran sus propias viviendas y, así, romper la idea de que hay tareas para hombres y otras para mujeres.
“Eso nos parecía un gran desafío porque íbamos a entrar a un campo que, desde el imaginario de la sociedad, es de varones. ¿Y por qué no lo van a poder hacer las mujeres?”, plantea Gabriela. Para acabar con el estereotipo no solo hacía falta cambiar la actitud masculina, sino también los esquemas entre el sector femenino. Y ninguna de las dos ha sido tarea fácil. Se han dado, incluso, situaciones extremas y violentas: “Hemos tenido casos de mujeres a las que sus parejas las han agredido físicamente porque se querían capacitar”, cuenta la directora.
Antes, Marta, que lleva pantalón deportivo oscuro, polera a rayas blancas y rojas, chinelas y que cubre su cabeza del fuerte sol con un sombrero de estampado militar, era (y sigue siendo) ama de casa. Hace un par de años decidió formarse como albañil para arreglar su vivienda. “Eso no deberías alzar, es pesado”, le decía su marido a esta mujer de 36 años con tres hijos cuando la veía levantar cemento. También colocó cerámica en el interior de la vivienda. “Las mujeres no pueden hacer eso”, escuchaba expresar a su esposo y su cuñado cuando la veían trabajar. Sin embargo, gracias a lo aprendido, levantó un muro alrededor de la casa de la familia.
Nora Choque, de 28 años, y Lidia Quisbert, de 46, son de la cooperativa Wara, de la zona 1º de Mayo. La primera lleva dos años aprendiendo albañilería; la segunda, uno. Además de estar al cuidado de su hogar, ambas trabajaban también fuera de casa. Lidia, viuda, se dedicaba a la limpieza para sostener a sus cuatro hijos, de los que perdió a uno. Aunque le falta aprender algunas cosas, como preparar colores para pintar o saber leer planos, se siente capacitada y hasta dice qué labores prefiere: “Yo hago de todo y me gusta armar el encofrado, que es pesado, pero igual se puede”. Cuenta que las columnas de hormigón armado, de mucho peso, tienen que cargarlas entre diez compañeras.
Demetrio Choque, maestro albañil, es uno de los guías capacitadores que transmiten su experiencia a las aprendices. Fue su hija Nora la que le habló de la existencia del proyecto. “Primero pensé que esto era una locura”, reconoce. No obstante, ahora opina que hombres y mujeres desempeñan este oficio por igual. Con ellas, las construcciones avanzan a paso lento, pero seguro, afirma. El hecho de que algunas no saben leer ni escribir y que sólo hablan quechua (aunque él también domina este idioma) o aymara, sí le presenta algunas dificultades.
Absolutamente, todas las albañilas llevan con ellas a, al menos, una de sus wawas. Como Nora, la hija del guía facilitador, que carga un bebé a la espalda dentro de un aguayo verde con rayas rosas, rojas y azules. Hasta hace dos años era ama de casa y comerciante, y compartía su vivienda de adobe sin baño con su esposo, que es policía, y sus tres hijos. “Al principio, él no valoraba lo que yo hacía”, cuenta Nora. Y un día él se marchó, dejándola a cargo de toda la prole. Demetrio la animó a entrar a la cooperativa y, después de un tiempo, con ayuda de sus compañeras, cambió los adobes de su hogar por ladrillo y hormigón, hizo un baño, le aumentó un cuarto (ahora tiene dos) y construyó el muro perimetral. “Yo nomás lo he mejorado. Ya no contrato albañil”, asegura sonriente dejando ver el contorno plateado de uno de sus dientes.
Después de las mejoras, su esposo regresó y, desde entonces, hace algunas cosas en casa, como lavar la ropa. “A veces”, acota la que es ahora la presidenta de la cooperativa Wara. Ella se levanta a las cuatro de la mañana para preparar la comida, de la que se lleva su ración al trabajo. Como sus hijos van al colegio por las tardes, les deja el reproductor de DVD listo para que solo tengan que darle al play y pipocas. Así se entretienen y no salen de casa. Solo el bebé va con ella, salvo si le toca pintar: entonces, ve quién puede cuidarlo y, en última instancia, busca una niñera.
Retorna a las ocho de la noche. Entonces tampoco descansa: atiende las cosas de la casa hasta pasada la medianoche. En el hogar de Lidia y Luis las cosas no son así, asegura él: “El hombre es igual: cocina, lava. Las mujeres tienen los mismos derechos. Tienen derecho a trabajar”.
En Achumani, las albañilas de las dos cooperativas de la zona laburan de lunes a viernes de 08.00 a 11.30 y de 13.30 o 13.45, hasta las 18.00. Ahora están colocando losa alivianada entre la planta baja y el primer piso de una casa, una obra que ha sido asignada a Horneras. Es su primer contrato externo: la propietaria, que pidió cuatro trabajadoras, no pertenece a la asociación. Ése fue el siguiente paso del proyecto: lograr que, más allá del ayni (“hoy por ti, mañana por mí”) con el que unas a otras se ayudan a arreglar las viviendas de cada cual, lograrán recursos económicos con obras ajenas a las de las socias de las cooperativas. Es la propia fundación la que busca a los clientes, explica Graciela. Ahora, falta que sean autosostenibles. Para ello ya se están formando guías capacitadoras mujeres y ya hay algunas albañilas que buscan trabajos, como Nora, que lleva siempre volantes para repartir: “Somos Hombres y Mujeres albañiles con mano de obra calificada para la construcción”, señala el panfleto, en el que se ofrece obra gruesa (cimientos, impermeabilización, hormigón armado, levantado de muros, etc.) y fina (contrapisos, revoques, revestimientos con cerámica, pintura...). Incluso, el esposo de Nora le hace propaganda entre sus compañeros del cuerpo policial. Gracias a eso, ya ha ido a pintar algunos departamentos. Empero, sigue topándose con la discriminación: “A las mujeres no nos valoran mucho todavía”. A veces, como les pasa a otras, se encuentra con contratistas que quieren pagarle a 80 bolivianos el jornal, como maestra de obra, cuando a un varón del mismo rango le ofrecen 100 bolivianos. Y no solo eso: si hay albañiles trabajando cerca, oyen las burlas que les dirigen.
Agachadas sobre el suelo de plastoformo blanco que reluce bajo el sol de casi mediodía, cuatro de las Horneras ajustan con tenazas las viguetas (barras de fierro) sobre las que se hará el vaciado del hormigón. De repente, una de las señoras sale corriendo: dice que se le va a quemar la olla que dejó al fuego con el almuerzo. Y se va con su bebé a cuestas. Aquí, como en Plan 700, los niños pequeños tienen que acompañar a sus madres a su trabajo. “Hay toda una estructura social que te impide ejercer tu derecho (como mujer) en equidad de condiciones. Y un tema es el cuidado de los niños”. Ellas son las que se hacen cargo de los pequeños y, coinciden las obreras, eso les impide, a veces, cerrar contratos porque los dueños de las casas no quieren wawas de por medio. Procasha ha pensado que las propias cooperativistas creen una guardería, agrega Graciela, aunque sería una opción temporal. “Ésa es una solución que debería venir desde el Estado: debería haber guarderías”. Además, sugiere que, para romper la violencia estructural que dificulta a la mujer entrar a ciertos puestos laborales, podría financiarse el mejoramiento de viviendas con la condición de que se emplee a albañilas para hacer las obras.
Cuando comenzaron, usaban su propio vocabulario para referirse a las herramientas de la albañilería. Ahora, ya saben el nombre de cada cosa e, incluso, dicen orgullosas que enseñan lo que aprenden a sus maridos. Pero, a diferencia de ellos, salen corriendo del trabajo, con los hijos a cuestas, para apagar el fuego de la olla.
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